miércoles, 19 de diciembre de 2018

Un Bonaparte en el Trono Español

Un 23 de Diciembre de 1808, escoltado por fuertes medidas de seguridad y protegido por militares franceses, tomaba posesión del Trono de España el Rey José I, hermano del emperador francés Napoleón Bonaparte.

La pregunta es: ¿Cómo llegaron los derechos sobre La Corona Española a los Bonaparte? Para contestar a ésta pregunta hemos de retrotraernos al año anterior -Octubre de 1807-, cuando España y Francia firmaron el Tratado de Fontaineblau, cuyo objetivo era la invasión, desmembramiento y reparto de Portugal. Manuel Godoy, valido del entonces Rey de España -Carlos IV- y máximo representante del Estado, rubricó junto a Napoleón el pacto militar, buscando en último término ascender Él mismo a la categoría real, reservándose para sí un trozo del pastel (Godoy exigía a cambio de la alianza un principado independiente en el Algarve Portugués, y ser nombrado Príncipe del Algarve).

Por aquel entonces, poco imaginaba el Valido que sus pretensiones nunca serían satisfechas.


Manuel Godoy

Con el Tratado de Fontaineblau las tropas francesas tenían permiso oficial para cruzar los Pirineos y dirigirse a territorio portugués, pero desde los primeros compases del operativo algo empezó a despertar los recelos del pueblo español: las tropas francesas se apostaron en ciudades clave y tomaron posiciones estratégicas. No solo eso, además comenzaron a cometer abusos y perpetrar desmanes deliberadamente, alimentando un odio creciente. Pero mientras el pueblo miraba con desconfianza al "aliado francés", el Gobierno y el Ejército Español se sumaban alegremente al acoso del vecino luso. En Noviembre de 1807, un mes después de sellar la alianza franco-española, Portugal quedaba oficialmente ocupado. La Familia Real Portuguesa tuvo que huir precipitadamente rumbo a Brasil.

Lo que ocurrió los siguientes meses es algo que aún hoy se debate históricamente. En lugar de proceder a ejecutar la siguiente fase del Pacto (el reparto de Portugal), las tropas francesas de invasión se convirtieron en tropas de ocupación. No solo eso: pese a que teóricamente las operaciones habían concluido, un reguero de militares siguió cruzando los Pirineos, viniendo a engrosar las filas galas ya existentes en suelo español. Al apostarse en ciudades clave como Burgos o Barcelona, el temor se mezcló con las suspicacias y el propio Godoy comenzó a desconfiar de las verdaderas intenciones de Napoleón, aconsejando a la Familia Real Española que siguiese el ejemplo Portugués y se embarcase rumbo a América. ¿Existía acaso un Tratado Secreto entre Godoy y Napoleón?; ¿O se trató de una iniciativa unilateral francesa?. No existen constancias, sólo conjeturas.

Lo que sí sabemos es lo que ocurrió: las fricciones entre el pueblo español y el ejército de ocupación francés no dejaron de crecer, alimentadas por los abusos y atropellos que cometían los militares, mientras el Gobierno y el Ejército Español miraban hacia otro lado. La Corona, por su parte, tenía sus propios problemas: simultáneamente a la Invasión de Portugal se produjo La Conjura del Escorial, un proceso que reveló que el Príncipe Fernando conspiraba para derrocar a su padre, Carlos IV, y proclamarse Él mismo Rey. Aunque el proceso acabó en reconciliación entre Monarca y Príncipe Heredero, no evitó la imagen de inestabilidad y de ruptura interna de La Corona, detalle que no escapó a los ojos interesados de Napoleón.

Siguiendo con la escalada de tensión, en Marzo de 1808 se produjo el Motín de Aranjuez, motivado por las políticas de Godoy y -parece ser- auspiciado por el propio príncipe Fernando, principal interesado en crear altercados e inestabilidades que desplazasen al Valido y facilitasen su ascenso al poder. Un pueblo madrileño iracundo y enfervorizado buscó a Godoy, que se escondió pero fue finalmente descubierto y linchado por una turba enfurecida, que le trasladó a una celda mientras le propinaba golpes. La captura y caída de su Valido afectó profundamente al Rey, que inmediatamente abdicó en su hijo Fernando (que pasaría en ese momento a ser Fernando VII).

Una de las primeras maniobras del Nuevo Monarca fue recibir en Madrid al General Francés Murat, a quien todavía consideraba aliado. Las continuas fricciones entre españoles y franceses parecían no hacer mella a nivel institucional, y las labores de Gobierno continuaron su cauce colaboracionista, pese a los evidentes estallidos violentos que salpicaban la geografía española. Para colmo Carlos IV, asustado tras lo ocurrido a Godoy y sin fiarse de su propio hijo, pidió auxilio a Napoleón y se puso a su plena disposición, siendo acogido por el Emperador en Francia en el mes de Abril de 1808. Ante la ventaja de tener literalmente en sus manos al Rey emérito, Napoleón urdió un plan para hacer legal un traspaso de poder de los Borbones españoles a los Bonaparte. Convocó en Bayona a la Familia Real Española al completo, con la excusa de servir de intermediario entre padre (el emérito Carlos IV) e hijo (Fernando VII), esperando el momento de tener bajo su custodio al linaje al completo para realizar las maniobras oportunas.

Y el día 2 de Mayo, se formó. El detonante del Levantamiento fue el intento de trasladar al Infante Francisco de Paula (en ese momento solo quedaban ya dos miembros de la Familia Real Española en suelo español). El pueblo supo interpretar lo que significaban los traslados, y temía por su soberanía. Cientos de madrileños y madrileñas se dirigieron a las puertas del Palacio Real para impedir que se llevasen al Infante. Ante la obstaculización impuesta por la muchedumbre, el General Murat ordenó abrir fuego: las descargas mataron a numerosos madrileños.

Fue la gota que colmó el vaso, y la violencia se desató: desde piedras a maceteros, cualquier objeto era susceptible de convertirse en arma arrojadiza. La multitud se lanzó a un enfrentamiento desigual contra los armados y pertrechados soldados franceses, en una batalla campal desorganizada y caótica, protagonizada por ciudadanos cuyo único factor común era el odio al francés. Mientras ésto ocurría en las calles, las autoridades españolas, incluyendo al ejército español (dirigido por el Capitán Negrete) guardaban un vergonzoso silencio. Pasivamente, se convirtieron en meros espectadores del desequilibrado pulso entre la sociedad civil española y el ejército de ocupación francés.

El día 3 de Mayo la situación no mejoró. Las tropas francesas, en un intento de escarmentar y ejemplarizar, llevaron a cabo los fusilamientos de los que consideraron instigadores y protagonistas del Levantamiento del día anterior. Pero lo que se consiguió fue el efecto contrario: lejos de aplastar al movimiento, levantó una ola de indignación que provocó que Madrid fuese vista como ejemplo a emular. Ese mismo día el alcalde de Móstoles, desoyendo las llamadas a la sumisión de las autoridades, declaró la guerra a los franceses en su ciudad, convirtiéndose en la chispa que prendería en muchas urbes españolas -que fueron sumándose al manifiesto-, dando comienzo así la Guerra de Independencia Española.

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Fusilamientos del 3 de Mayo, por Francisco de Goya

El devenir de los acontecimientos no pasó desapercibido en Francia, y Napoleón supo aprovechar la inestabilidad española en beneficio propio, poniendo en marcha su estrategia. En primer lugar consiguió que Carlos IV firmase un documento declarándole a Él, a Napoleón -y no a su hijo Fernando- heredero de los Derechos Sucesorios. En segundo lugar se entrevistó con Fernando para convencerle de que revocase la abdicación de su padre y le devolviese La Corona, ocultándole astutamente el documento conseguido previamente, por el cual el beneficiario ahora sería Él. Así, el 5 de Mayo de 1808 Napoleón Bonaparte se hizo con los documentos necesarios para reivindicar como suyo el Trono de España.  

No obstante, Napoleón no quería la Corona Española para sí: su idea era un Imperio Francés orbitado por potencias aliadas. Así que eligió para ceñirla a su hermano José, nombrado José I de España en el mes de Junio, y desplazado a suelo hispano en Julio. Ni que decir tiene que la imposición de un rey, en mitad de una guerra contra quien lo imponía, debió ser chocante, profundamente ofensivo e irritante para la sociedad española. Las revueltas se sucedieron sin parar y el clamor popular impidió que pudiese hacer efectiva su soberanía. Tal era el rechazo que José tuvo que pedir auxilio a su hermano, y solo la intervención armada del Emperador pudo imponer, por la fuerza, la toma de posesión del Trono un 23 de Diciembre de 1808, en mitad de un ambiente de tensión máxima. El reinado de José I, "Pepe Botella" para los que le vilipendiaban, sería una guerra constante. Literalmente.


José I, Rey de España 

La Guerra de Independencia Española, que culminó con la proclamación de la Primera Constitución Española (1812) y la expulsión de José I (1813), partió de una alianza para invadir y desmembrar al vecino portugués... y casi acaba con España. Las alianzas militares siempre son delicadas, y si el objetivo es destruir a un tercero el juego se hace muy peligroso. Pero en éste desequilibrio de fuerzas se manifestó que el auténtico protagonista histórico no era Napoleón; ni su hermano José I; ni los reyes españoles Carlos IV o Fernando VII;... era el Pueblo Español. Las guerras se convirtieron en un complejo proceso a través del cual los españoles concibieron el concepto de Soberanía, y entendieron que no debía ser algo impuesto, sino residir donde ellos decidiesen que residiera. Por ello, no deja de ser cuando menos paradójico que ésta toma de conciencia se produjese simultáneamente a la destrucción de otra soberanía: la portuguesa (a manos de las autoridades políticas y militares franco-españolas). Una contraproducente intervención que se rebeló contra sus instigadores, desatando la indignación y la ira de un Pueblo que castigó a franceses y a españoles "afrancesados" por igual.

Porque el Pueblo es Soberano. Y desde 1808, lo sabe.
     

lunes, 1 de octubre de 2018

Las urnas, en femenino plural

Hasta un día como hoy, 1 de Octubre, no se reconoció el derecho de las españolas a votar.

La II República, dentro de su profunda labor de reforma social, económica, agraria y política, abordó sin demora la cuestión del sufragio femenino. Era el año 1931 y España se aventuraba en el desconocido camino del progreso social. Pero al igual que ocurre en la naturaleza (donde nada puede crecer fuerte si el terreno no está abonado), una sociedad puede resultar incapaz de asimilar avances a pasos agigantados,  si su base y sus cimientos son débiles. Una población donde el analfabetismo era generalizado, mayormente agrícola y rural; un país subdesarrollado cuyas infraestructuras estaban desorganizadas y sin una industrialización capaz. Ese fue el punto de partida. Y aunque el camino trazado estuvo colmado de las mejores intenciones y voluntades, los pulsos políticos y las convulsiones sociales pronto darían a la Joven República sus quebraderos de cabeza.

El sufragio femenino era un compromiso de La República con las españolas. Pero su aprobación no estuvo exenta de debate. En las Cortes solo había tres mujeres, y serían dos de ellas las que protagonizaron los más airados enfrentamientos: una, a favor; otra, en contra.

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Clara Campoamor ha sido inmortalizada en la Historia como la mujer que consiguió que se aprobase el Artículo  Constitucional que permitió votar a las españolas, y ciertamente fue quien defendió la concesión de éste derecho universal sin cortapisas ni demora.

Victoria Kent, por el contrario, se negaba a conceder (al menos por el momento) el voto a las españolas. Pero es necesario entender su argumentación para defender su postura: según Victoria, el voto era un derecho, sí, pero era necesario antes de ejercerlo poder poseer una cultura política previa y una formación mínima necesaria para, de esa manera, estar en virtud de aplicar un criterio. Las españolas -tradicionalmente alejadas del mundo académico y científico, relegadas históricamente por una sociedad machista generalizada a las labores domésticas y familiares-, no estaban preparadas aún, según Victoria, para votar. Antes de eso era necesario garantizar aspectos como la escolaridad de las niñas, la formación femenina en política y la conciencia necesaria para enfrentarse al debate político, estando en posesión de las herramientas intelectuales y académicas que tradicionalmente le habían sido negadas a la mujer. Apostaba, por tanto, por posponer la aprobación del voto femenino hasta que éstas condiciones fuesen garantizadas como mínimo al nivel de sus homólogos masculinos. Para votar hay que entender lo que se está votando y sus implicaciones.

La votación, el 1 de octubre de 1931, se saldó con 161 votos a favor y 121 votos en contra. El sufragio universal quedaba instaurado en España. Las mujeres podían votar.


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Este derecho sería tangible por vez primera el 19 de noviembre de 1933, cuando se abrieron los colegios electorales y españoles y españolas acudieron a la llamada de las urnas. Las repercusiones del resultado de aquellas elecciones, en las que votaron casi siete millones de españolas, se debaten aún hoy día. El escrutinio se saldó con el triunfo indiscutible de la derecha y la derrota de la izquierda republicana. La derecha, ahora en el poder, se dedicaría en lo sucesivo a desmontar los sufridos avances conseguidos; y la izquierda, ahora fuera del poder y ante la histeria por la sombra de la amenaza del fascismo, abrazó el radicalismo. Las consecuencias son por todos de sobra conocidas: en 1936, un intento fallido de golpe de estado militar derivó en Guerra Civil.

La cuestión es: ¿tuvo repercusión el voto femenino sobre la victoria de la derecha en las elecciones de 1933? Los historiadores se debaten entre aquellos que defienden la postura de Victoria Kent, aludiendo un voto femenino en masa a la derecha católica, tradicional y conservadora; y los que, con base en censos electorales y resultados, se postulan partidarios de culpar a la izquierda como única responsable de su propia derrota. Al fin y al cabo la derecha se presentó en bloque a las elecciones mientras que la izquierda lo hizo desunida (al contrario que en 1931, cuando se proclamó la II República).

En definitiva, e independientemente del resultado y sus repercusiones posteriores, hay que subrayar el argumento de Victoria. A veces incomprendida por su propio género, tachada de querer negar un derecho a sus propias compatriotas, realzar su auténtica intencionalidad es necesario. No quería privar a nadie de ningún derecho fundamental, ni subyugar la mujer al varón siendo ella misma mujer. Únicamente buscaba la equiparación y la igualdad, pues a la hora de hacer valer un derecho es vital que todos los que reclaman su aplicación lo haga en igualdad de condiciones. Buscaba sacar a la mujer de su corsé social, y liberarla del ostracismo político y académico. Sería entonces cuando verdaderamente se votaría en conciencia y consecuencia. Y esto es, y debe ser, Universal.

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sábado, 29 de septiembre de 2018

El último Pacto

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Víctor Manuel III, Penúltimo Rey de Italia, entregó el Gobierno de la Nación a Benito Mussolini en 1922. Ante el avance del fascismo, el monarca prefirió mantenerse en connivencia con el nuevo poder, aunque ello supuso convertirse en un Rey títere. 

Con el posterior avance de las potencias aliadas durante la II Guerra Mundial, Víctor Manuel intentó recuperar la credibilidad alineándose con las futuras vencedoras. Pero la huida de la Familia Real de Roma a Bari terminó de minar la escasa solidez de La Corona, que se debatía entre el apoyo abierto dado al fascismo y su desesperado interés por asegurarse una alianza con los vencedores, precario equilibrio que se reveló imposible; Un juego de conveniencias donde la Monarquía transmitió una imagen nada favorecedora, en la que prevalecía la supervivencia de la dinastía de Saboya por encima de los intereses del país. Las fricciones entre la Monarquía y el Gobierno de Mussolini sumió a Italia en una guerra civil, que se sumaba a la Guerra europea. 

Las convulsiones internas italianas acabarían con los dos poderes, pues Mussolini caería ajusticiado en 1945; y a La Corona le llegó su hora un año después, abdicando Víctor Manuel III en su hijo Humberto en lo que fue un último intento de regeneración. Pero el Reino de Italia optó en un plebiscito por convertirse en la República Italiana, cuando Humberto II solo llevaba un mes escaso sentado en el Trono.

El Fin de la Sangre.


el 17 de Julio se cumplen cien años del fusilamiento de la Familia Imperial Rusa. Un convulso hecho revolucionario ocultado por el Régimen Soviético durante décadas.

La Revolución llegó a Rusia como un manto extendido sobre una nación hambrienta y exhausta tras múltiples fracasos bélicos, primero ante Japón y después durante la Primera Guerra Mundial. El Zar Nicolás II se vio obligado a crear una Duma (Asamblea), cuyo poder quiso controlar. Pero los soviets (asambleas de obreros en las ciudades) acabaron por revelarse como el verdadero poder emergente y el 17/3/1917 Nicolás II, Emperador y Autócrata de todas las Rusias, abdicó. Con Él acababan 300 años de dinastía Romanov en el Trono Ruso.

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El problema ahora era qué hacer con la Familia Imperial. Eran un estorbo, un dolor de cabeza para los soviets que, además, estaban inmersos en una guerra civil contrarrevolucionaria: Los rusos blancos se enfrentaban a los rusos rojos para restablecer el orden precedente. Ante semejante tesitura, el Zar y su familia eran un símbolo del Antiguo Régimen. Un peligro latente. Si los Rusos Blancos lograban rescatarles podrían restaurar el Zarismo. Se tomó una decisión drástica e irreversible.

En julio de 1918 la Familia Imperial se encontraba recluida en la Casa Ipatiev (una residencia incautada por los soviets a un mercader con dicho apellido), en Ekaterimburgo, totalmente incomunicada y aislada. Sería apodada “La Casa Del Propósito Especial”. Les acompañaban en su cautiverio un pequeño grupo de ayudantes de confianza, que les atendía en sus tareas cotidianas; y un nutrido contingente de guardias que se aseguraban de que el aislamiento era total, y que no recibían información del exterior. El encargado de su custodio era Yakov Yurovski, un acérrimo anti zarista y pro soviets.

La madrugada del 17 de Julio la familia dormía. Fueron despertados de repente, y conducidos al sótano con la excusa de que una batalla en las proximidades entre rusos blancos y rojos podía afectar a la casa, por lo que debían bajar por su propia seguridad. Las cuatro hermanas (Olga, Maria, Tatiana y Anastasia), su padre Nicolás, su madre Alejandra y, por último, el pequeño y valioso Alexei: el zarévich; El heredero. También el personal de servicio fue conducido a una pequeña habitación del sótano. Allí los agolparon y mantuvieron unos instantes, mientras en las inmediaciones de la casa descargaba un camión lleno de guardias armados.

Yurovsky condujo al pelotón de fusilamiento escaleras abajo y entraron en la habitación en mitad de un ambiente de pánico y confusión. Leyó una escueta sentencia de muerte para Nicolás, ante la estupefacción de toda la familia. Y sin mediar más palabra, comenzó la masacre. Las hermanas lograron salvarse de la primera ráfaga de balas, pues sus corsés estaban empedrados en joyas que les protegieron. Nicolás murió al instante, al igual que el Heredero, el pequeño Alexei. La Zarina, Alejandra, no paraba de gritar, y los soldados empezaron a asestar bayonetazos. Tras unos minutos, la familia al completo yacía en el suelo cosida a tiros y puñaladas. Una de las hermanas se hizo la muerta, pero los soldados se cercioraron de las muertes uno a uno y la remataron al darse cuenta.

La dinastía Romanov fue extirpada de un plumazo, como una planta arrancada con todas sus raíces.


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Tras la masacre los cuerpos fueron desfigurados para evitar que fueran reconocidos, y ocultados en un bosque cercano. Durante décadas el Régimen Soviético hizo mutis sobre el tema, dejando que una mezcla de misterio e indiferencia se cerniese sobre el asunto, y prohibiendo hablar de el. Incluso hubo farsantes que durante esas décadas se intitularon hijas del Zar, alegando que escaparon en el último momento de la masacre gracias a la ayuda de un guardia anónimo. Pero la verdad, igual que la apertura a Occidente, vino con la caída y desintegración de la URSS.

Nicolás II y su familia acabarían siendo canonizados como mártires por la Iglesia Ortodoxa Rusa en el año 2000. Sus asesinatos siguen conmoviendo cien años después. El retrato de una Familia autócrata en mitad de un país paupérrimo, totalmente alejados de su pueblo, e incapaz de ver una realidad que, cuando se reveló, lo hizo demasiado tarde para todos ellos. Los Romanov permanecen en los posos del imaginario colectivo como la máxima expresión del lujo en mitad de la escasez (con permiso de Maria Antonieta); Una burbuja de abundancia en un país que solo conocía pobreza. Y pese a esa línea invisible pero infranqueable que les separaba, eran solo una familia. Con unos niños que no eligieron ni decidieron nacer en aquella cuna.

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Ustedes, qué saben


“Se los suplico, hagan algo,
aprendan un paso de baile, una danza,
algo que los justifique,
que les de derecho
a estar vestidos con su piel y su pelo,
aprendan a caminar y a reír,
porque sería demasiado tonto, al final,
que tantos hayan muerto
y que ustedes vivan sin hacer nada con su vida.



Oh, ustedes que saben
¿Sabían que el hambre hace brillar los ojos
y la sed los oscurece?

Oh, ustedes que saben
¿Sabían que uno puede ver a su madre muerta
y permanecer sin lágrimas?

Oh, ustedes que saben
¿Sabían que en la mañana uno quiere morir
y en la tarde uno tiene miedo a la muerte?

Oh, ustedes que saben
¿Sabían que las piernas son más vulnerables que los ojos, los nervios más duros que los huesos,
el corazón más sólido que el acero;
sabían que las piedras del camino no lloran,
que no sólo hay una palabra para el espanto,
una palabra para la angustia,
¿Sabían que el sufrimiento no tiene límite,
el horror no tiene frontera?


¿Lo sabían?
ustedes, que saben”


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Charlotte Delbo
Escritora francesa.
Superviviente del Campo de Concentración de Auschwitz.


La de Los Tristes Destinos

Un 29 de septiembre moría Fernando VII. El monarca que conspiró contra sus padres, restauró el absolutismo y derogó la Constitución de Cádiz, La Pepa.

Dejaba en el trono a una niña que aún no había cumplido 3 años. Para hacerlo posible se valió de la Pragmática Sanción, que derogaba la Ley Sálica (permitiendo así reinar a la mujer). Comenzaba tal día como hoy el reinado de Isabel II de España, “La de los Tristes Destinos”.

Corría el año 1833. La población española acogió inicialmente con cariño a una niña en la que depositó todas sus esperanzas. El camino se torció rápidamente. Su tío el infante Carlos no aceptó la entronización de la Reina Niña y se desató una Guerra Civil, la Primera Guerra Carlista o Primera Guerra Civil Española, entre los partidarios de Carlos y los de Isabel. Mientras tanto el Gobierno quedó bajo el control de la Regencia de la Reina Madre, Maria Cristina.

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La Guerra se dilató 7 años, hasta 1840, destacando el General Espartero en la defensa de los derechos de la Reina Niña, lo que le valió el control de la Regencia hasta 1843, año en el que se decidió adelantar la mayoría de edad de Isabel para que comenzase su reinado propiamente dicho. Así, con 13 años, Isabel II fue declarada mayor de edad, juró la Constitución ante las Cortes y se dispuso a asumir personalmente La Corona.

Pero una mujer en un trono era visto con suspicacias, y las maniobras políticas y diplomáticas acuciaban la búsqueda de un matrimonio. Encontrarle marido a una Reina soltera era un asunto de Estado y las protestas de Isabel poco importaban. Las potencias europeas mantenían la lupa sobre Madrid, pues reaccionarían ante un enlace que supusiera el fortalecimiento español. Por ello finalmente el elegido fue Francisco de Asís y Borbón, Duque de Cádiz: un hombre sin elevados intereses políticos y mucho menos militares. Las potencias europeas respiraron aliviadas. Isabel, no.

Su reinado se caracterizó por intentos de modernización del país (con resultado desigual); corrupción; manipulación política e intrigas; intentos de erradicar el analfabetismo generalizado e industrialización tenue e irregular. Pero las continuas fricciones entre La Corona y el Gobierno acabarían desembocando en la Revolución de 1868: la Revolución Gloriosa.

Con el estallido de la Revolución, Isabel II abandonó todo intento de encauzar la monarquía en el marco institucional español y optó por el exilio. Cruzó los Pirineos y marchó a Francia, donde vivió el resto de su vida hasta su muerte. En el momento que abandonó toda pretensión monárquica dejó también de fingir la unión matrimonial con Francisco, pues su matrimonio fue una pantomima. La Pareja Real hizo vida independiente en cuanto cruzaron los Pirineos.

Desde Francia observó los avatares que sacudían a España (reinado fugaz de Amadeo de Saboya; I República Española) y cedió todos sus derechos dinásticos y sucesorios a su hijo Alfonso. El destino querría que la Casa de Borbón fuese llamada a reinar de nuevo en 1874, cuando Alfonso declaró, mediante el Manifiesto de Standhurst, que si recuperaba el Trono Español respetaría los límites de una Monarquia Parlamentaria, rechazando el absolutismo. Poco después sería recibido como Alfonso XII. Es el Bisabuelo de Juan Carlos I y Tatarabuelo del actual Felipe VI.

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Isabel II, la niña de Los Tristes Destinos, murió en 1904 en un país que no era el suyo. Su cadáver fue repatriado y sepultado en el Monasterio del Escorial, frente a los de un marido títere que no soportaba, fallecido dos años antes que ella.

En la Historia, así es la vida de las mujeres en general y de las Reinas en particular. Difícil y azarosa. Sin ser auténticas dueñas de su vida, sujetas a causas que están por encima de sus deseos y decisiones. En tal sentido, parte del fracaso de Isabel como Reina de España se debió a su reticencia a doblegarse a las imposiciones políticas y diplomáticas. La Historiografía a menudo ha tratado duramente a un personaje que, independientemente de su posición, solo fue una niña obligada a convertirse en mujer a marchas forzadas. Y no en cualquier mujer, sino nada más y nada menos que en una Reina.